Dicen que aun es posible oír el eco de pasos, ambiciones, afanes y cansancios entre lo que queda de ti: Paredes gruesas de casa blanca y vieja.
La enredadera que repta por las grietas de tu ruina y la maleza que la vegeta, deben saberlo. Hasta yo he creído oír algunos pasos.
El agua te moja: En la neblina que se deshilacha y enreda entre las ramas cubiertas de musgo, en la humedad que se esconde debajo de las piedras, en el borbotón ya seco de la fuente, en la dulzura fresca de la tinaja ahora en fragmentos, en la hondura silente y secreta de tu pozo ya tapiado y en la lluvia, que ahora siempre te encuentra indefensa.
El agua que es como debió ser ella: Eternamente volátil. Nunca quieta, siempre pasajera, efímera pero perpetua, porque siempre regresa a quedarse un rato, aunque luego vuela.
Solvente universal, integrante temporal de algunas mezclas.
La ciudad te rodeó y siguió de largo como una inundación de barro y tú cambiaste de dueño varias veces y te las arreglaste para seguir ajena y anónima, sin disfrazarte, pero sin resonar tus pasos. Como cementerio olvidado lleno de casos cerrados.
El sol te reseca y el lagartijo busca, entre lo que queda de ti, la sombra. Los zamuros vuelan bajo y es audible su aleteo. Un gavilán jabado busca, entre tus restos, pájaros. La ciudad trafica su exceso de arterias taponadas a tu lado, pero no perturba tu ambiente antiguo, casi rural, casi de cafeto, cacao y ganado. Una pareja de pájaros usa tu muro más alto para propagar su canto en una nueva generación de cantantes alados.
Un aspirante a poeta trata de imaginar tus puertas y tú coqueta le dejas oír algunos cascos herrados surcando caminos empedrados.
Conozco un poco a alguien que llena hojas de papel con signos y letras, que leyó algunos de los poemas de una señora de diez y siete años y tres hijos que hizo su casa aquí o una casa la hizo a ella aquí o ambas fueron aquí un tiempo y luego se fueron. Pero aun queda algo, que deja las paredes frescas cuando la lluvia ya es un evento olvidado y un retorno anhelado.
Se de un aspirante a literato que encontró a una poeta de diez y siete años en algunas escrituras notariadas, en una caja amarrada con cintas rojas, en un fajo de cartas y poemas. Enterrado pero para guardarlo.
Por si vale de algo y todavía te parece importante: No había oro o por lo menos nadie lo ha encontrado. Los negros no se sublevaron o al menos no demasiado. A los indios no les alcanzaron los ahorros para comprar pistolas, de hecho no les hizo falta, porque casi todos fueron reclutados en guerras ajenas que casi olvidamos y de todos modos jamás hemos ahorrado. No ha llegado aun el día de la rendición de cuentas, aun seguimos debajo del cielo. Ninguno de tus hijos alcanzó el generalato. Tu último esposo murió de infarto. Otro rey aun está mandando aunque un tanto alejado. Aun tus helechos atraen a los pájaros y no es por hambre ni cansancio.
Pero todo eso tú debiste adivinarlo, por eso escribiste acerca de las ruinas que seremos y habitaremos si nos descuidamos. Acerca del esfuerzo para eliminar el polvo acumulado, que no es ajeno ni heredado, sino propio y sobre las nubes del cielo que dominan todo lo que está en el suelo, pero que están hechas de neblina, la misma que busca a los helechos, para enredarse en ellos.
Sé que eras muy especial porque tus ruinas han durado, afuera los autos encienden sus luces, casi todos los pájaros están descansando.
La neblina va bajando y los helechos la esperan verdes como si tú los continuaras regando.