Un millón de catacos
Encandilado por el resplandor de una ola llena de catacos golpeando contra las rocas, te descubrí jugueteando con dos machos, los hacías pelear por ti.
Dirigías una obra basada en los preliminares del apareamiento humano, seguramente inspirada en algún documental de las grandes aves del sur polar, desplegabas los brazos como queriendo volar y nadar a la vez.
Eras bella y la piel te quedaba estrecha, aún no te daba pena usar traje de baño. Me perdí el final de esa obra. Estaba de pesca en un mar que arrojaba su exceso de catacos contra las piedras.
Solo ayer te volví a ver, que vieja eres, la piel te queda más grande que nunca. Vuelvo a quedar fascinado con tu perversa manera de ser. La sonrisa de tus colmillos tiene una eficacia calma y refinada. Eres bella, hueles bien y debes saber rico.
Se nota de lejos que sabes proporcionarte placer y comodidad, animal y civilizadamente me vuelves a tener a tus pies.
Pero vuelvo a estar ocupado otra vez. Ahora busco reflejos de pájaros en los vidrios ahumados de los edificios de oficinas y hago un censo de guacamayos solitarios y de zamuros que vuelan alto.
Vivimos cerca y estoy seguro de otros encuentros más o menos pronto. A pesar de saber que no me convienes y que nunca te ganaré, espero una oportunidad de ganarte en una playa solitaria, una de esas noches en las que el océano vomita sus monstruos, mientras un millón de tenazas de cangrejos cortan los cables que transmiten las señales del resto del universo.
Por ahora bostezo oyéndote hablar de dietas, la elemental urbanidad en la ropa a llevar en la playa y tus preferencias culinarias.
No es coincidencia que te haya llamado mi morsita en vez de mi amorcito, mientras un último pájaro solitario se deslizaba entre el reflejo dorado de los edificios, antes de que lo alcanzaran la noche y sus ciudadanos espantos.
VABM jueves, 04 de octubre de 2007
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